Trifolium, "Luigi Boccherini: música de cámara"
TRIFOLIUM.
Luigi Boccherini: música de cámara
(programa momográfico) Música Clásica Martes 22 de marzo
Auditorio Hospedería Fonseca, 20,30h
Entrada libre
La agrupación Trifolium Integrado por profesionales con amplia experiencia en el campo de la interpretación de la música antigua, pretende dar a conocer el amplio repertorio camerístico del siglo XVIII y principios del XIX desde una perspectiva interpretativa diferente a la habitual en las salas de conciertos.
Más allá de la selección del repertorio, el interés de las interpretaciones se incrementa con el uso de instrumentos originales y la aplicación de unos criterios musicales y técnicas interpretativas de acuerdo con los utilizados en la época.
|
PROGRAMA
Andante lento assai Minuetto non presto, con grazia Provensal: Allegro vivo Andante lento Provensal: Allegro vivo e pp come prima Trío Op. 47, nº 2 en Sol mayor Andantino II Cuarteto Op. 33, nº 4 en Si b mayor Andante lentarello Quintetto en Do mayor, Op. 57 nº 6, G 418 Allegretto lento |
Carlos Gallifa violín Pablo Prieto violín Juan Mesana, viola Javier Aguirre violoncello Alfonso Sebastián, clave |
BOCCHERINI – MÚSICA DE CÁMARA
Sé bien que la música se hace
para hablar al corazón del hombre,
y a esto es a lo que procuro ingeniarme:
la música sin afectos y pasiones es insignificante.
Luigi Boccherini (1743-1805), reconocido como uno de los más grandes cellistas de su generación por los públicos de Italia, Viena y París, llega a España en 1768 con una obra aún escasa pero ya significativa que no ha pasado desapercibida ni a Gluck ni a Mozart. Boccherini es un compositor brillante y virtuoso, extrovertido y aún levemente intrascendente, pero en el que empieza a adivinarse esa peculiar melancolía y profundidad, resultado de su contacto con la música y la idiosincrasia españolas, que acompañarán a partir de entonces a su música y que él mismo resumiría al final de su vida en carta a M. J. Chénier de 1799, de la que está extractada la cita que encabeza estas notas.
La sociedad musical española, aislada y excéntrica, saturada de ídolos locales de segundo orden y muy condicionada por una Iglesia poderosa y rica añorante de los ya lejanos y dorados años de los Guerrero, Morales o Victoria, se debatía por aquellos tiempos entre paradojas como la adopción de las ultimas novedades (sobre todo de Francia), mientras se polemizaba sobre el grado de pecaminosidad de la presencia de los violines en los templos, todo ello en el marco de una cultura teórica tan vasta como visceral e inútil y una imprenta musical desastrosa. A pesar de todo ello, la vida musical española, y sobre todo la madrileña, no deja de tener su brillantez: la pléyade de músicos extranjeros que durante el reinado de Felipe V y Fernando VI literalmente invadieron Madrid dejaron un poso firme, y muchos son los franceses e italianos, sobre todo instrumentistas, que aun viven en España enseñando, cantando, tocando y componiendo junto a los españoles en capillas reales, nobles o parroquiales, en teatros serios o populares donde nunca falta la música, y participando en las academias armónicas que tenían lugar, ya en la Real Cámara, ya en casas de alcurnia, con posibles o de simples aficionados, llenando Madrid de las más bellas músicas posibles. Precisamente a finales del siglo XVIII se produce en toda Europa y por ende en España, una ampliación del público destinatario de la música de cámara, que pasa de los salones de la monarquía y la nobleza a los de las nuevas clases burguesas adineradas e ilustradas, cuando no a las del pueblo llano con una cierta capa de refinamiento. La vida social española, profundamente influida por Italia y Francia, imita la vida cortesana y burguesa de aquellos países y especialmente las costumbres francesas de los salones ― tertulias se llamaron aquí ―, en las que no pueden faltar las sesiones filarmónicas o academias de harmonía que tan graciosamente describe Iriarte en su poema La Música ya en 1780.
Ahí es donde aterriza Boccherini, un autor que en el transcurso de esa última etapa de su vida ―relativamente aislado en su Madrid de adopción― terminó por granjearse el aprecio y la admiración de toda Europa: «Si Dios quisiera hablar a los hombres, se serviría de la música de Haydn; si quisiera oír música, escucharía la de Boccherini». En estos términos se expresaba en 1798 Jean-Baptiste Cartier, violinista y compositor francés, en su antología L’art du violon. Ese mismo año, treinta de los cuartetos y quintetos de Boccherini y tres de sus sinfonías enviadas desde Madrid, donde por entonces ocupaba el cargo de compositor de cámara del Infante don Luis fueron publicados por vez primera en París por Pleyel. El público francés supo apreciar el estilo personalísimo de Boccherini desde que visitara la capital francesa en 1767-68 y continuó admirando su genio mucho después de su muerte a la edad de sesenta y dos años, en 1805.
François Fétis constata en su Biographie universelle des musiciens (París, 1835) que tras la muerte de Baillot en 1842 «los jóvenes artistas han dejado de lado esa música preciosa.» Pero en París seguía existiendo un culto clandestino a Boccherini y en 1851 se publica la primera biografía completa del compositor, la Notice sur la vie et les ouvrages de Luigi Boccherini de Louis Picquot. El nombre de Boccherini recuperó su fama de antaño cuando, primero en París, hacia 1874, cierto minueto ―el del Quinteto, op. 11 nº 5― conoció una popularidad sin precedentes, publicado en multitud de formas, desde las simples transcripciones para piano a arreglos para dos mandolinas, acordeón, coro a cappella (con texto en latín) y hasta saxofón. En 1895, la pasión por el minueto de Boccherini llegó a Alemania, donde el cellista Friedrich Grützmacher reunió varias piezas de nuestro autor para constituir un concierto para violoncello en Si bemol mayor. Este pseudo Boccherini aún forma parte del repertorio de los cellistas modernos y, con el minueto de marras, ha contribuido a inmortalizar la imagen del compositor creada por el violinista Giuseppe Puppo a principios del siglo XIX. Según una chanza de Puppo, «Boccherini es la mujer de Haydn», lo que deja entrever que el italiano posee un encanto agradable, pero superficial ―sin relación alguna con el temperamento de la verdadera esposa de Haydn, por cierto―, desprovisto de la profundidad emocional e intelectual del maestro vienés. Flaco favor el del minueto y el de Puppo. Al final, eso es lo que ha quedado del pobre Boccherini y esa fama ha servido para ocultar al verdadero músico.
Puede que el genio de Boccherini sea en efecto de un carácter más dulce que el de sus contemporáneos de más al norte, pero ello no significa que sea inferior. Su situación de relativo aislamiento en Madrid es comparable a la reclusión de Esterháza, donde Haydn estaba, según él mismo decía, «desligado del resto del mundo y obligado por tanto a ser original».
La música de Boccherini, a diferencia de la de sus contemporáneos vieneses Mozart o Haydn ―y con la sola excepción del manoseado minueto― resulta difícil de tararear. A diferencia de aquellos autores, maestros de la caracterización de los temas musicales, perfilados como retratos de personas, Boccherini es más un pintor de paisajes, de ambientes; es un artista eminentemente galante y rococó que gusta de utilizar técnicas pictóricas como el pastel, el sfumato, la sanguina, con los que es capaz de trazar ―con esa mezcla de precisión en el dibujo en indeterminación de las formas del mejor Watteau― esas estampas llenas de encanto y de ese je-ne-sais-quoi típicamente francés que hizo que su música fuera tan apreciada en el país vecino. Pero al mismo tiempo es una música profundamente sentida, como él mismo reivindica en la susodicha carta a Chénier, plena de dulzura y teñida de melancolía, pero también de alegría, humor y agudo ingenio. Es el suyo un estilo que presta mucha atención a crear ambientes más que a perfilar temas: sus partituras están llenas de indicaciones que demandan coloraciones tonales específicas: dolcissimo (dulcísimo), con espressione (con expresión), amoroso, sottovoce (en voz baja), che appena si senta (que apenas se escuche), con sordina, etc. que, sumadas a las indicaciones dinámicas habituales, revelan la fascinación de Boccherini por todos los detalles del timbre. Las texturas están trabajadas con mimo para crear interesantes jerarquías melódicas con diferentes niveles de acompañamiento. En ocasiones, la propia melodía es completamente abandonada en pro de armonías fugitivas… pero siempre todo dentro de un orden: el que imponen las reglas de la conversación educada entre personas de calidad. Todo el mundo tiene su momento para exponer sus ideas, durante el cual el resto escucha atentamente para luego aportar su visión del tema, que puede coincidir o discrepar, pero siempre dentro la cortesía de la conversación galante.
Ese es el verdadero Boccherini: un hombre que pese a los muchos reveses que sufrió en vida ―en particular al final de su existencia, cuando perdió a su mujer y dos de sus hijas y se vio obligado a pasar sus últimos días en la más mísera indigencia― nunca perdió ese buen humor pleno de inteligencia, de sana ironía mezclada con esperanza en el género humano que hace de su música una música «para ser más feliz». Quienes lo critican por superficial, acaso deberían echar un vistazo a su alrededor; entonces se darían cuenta de que, en los tiempos que corren, la música de Boccherini es algo de lo más necesario, y desde luego muy de agradecer. Sin duda, es una gran fortuna para todos nosotros que compositores como él hayan existido.